viernes, 20 de febrero de 2015

Purgatorio.

Enfermo, yazco inerte entre las nieblas incesantes de esta lenta oscuridad que rodea los bordes de mi cuerpo y llena los sombríos rincones subterráneos en que me encuentro. No sé qué es este lugar, pero estoy seguro que fue la propia oscuridad la que cavó el terreno y fue ella misma quien me trajo hasta aquí. Sí, fue la enfermedad la que me postró, pero fueron las tinieblas las que me enfermaron, me quebrantaron mucho antes de venir aquí: en aquellas largas horas de vigilia, mientras intentaba terminar una maniática tarea que me fue impuesta, y que he olvidado, me sumergí en el caos de la conciencia y descubrí sombras más densas que las que extiende la noche, que existen antes que los dioses y demonios, en un principio anterior a todo, antes que el cosmos infinito, sombras discordantes que bostezaron y se abrieron ante mí como una herida que se entrelaza con las fuerzas del destino y el tiempo que rodean el universo, guiando la rotación de los cielos y el interminable paso del tiempo. Y así, contagiado de esa oscuridad primordial, me desplomé aniquilado ante la mirada indiferente de quienes pasaban cerca de mí, mientras mis ojos eran envueltos como si la noche se tejiera sobre ellos un poco cada parpadeo. Quise gritar, maldecir, preguntar el porqué de mi destino, pero las sombras engullían mis palabras y sólo escupían silencio. Bruscamente entendí con tristeza, no sé por qué oculta convicción, que no volvería a ver ni a moverme; me pregunté si eso era la muerte, sin embargo aún podía oír y sentir, escuchaba gente a mi alrededor y la hierba agitarse, sentía la tela de la ropa rozar mi piel y el viento frío golpear mi rostro, y pronto advertí que aquello que me esperaba era peor que la muerte. Poco a poco fui extirpado del mundo visible, la gente caminaba sobre mí sin siquiera notar mi existencia, las tinieblas me cubrían y me hundían cada vez más en su dominio, horadando la tierra debajo de mí, sepultándome lentamente. En esos momentos, temí más al abandono, al aislamiento de todos y todo, que a cualquier otro mal. Ahora, inmóvil en este profundo destierro, ya no tengo más preguntas, sólo me encuentro deseando estar sólo, pero sé que no lo estoy: lo escucho, lo supongo inmenso, repta, se arrastra y luego chapotea en algún cenagal o charco no muy lejos de donde me encuentro. Y luego viene silencio. Y de nuevo el chapoteo y el arrastrarse, cerca, más cerca cada vez. Casi puedo percibir su respiración, sospecho garras acechantes que desgarrarán mis entrañas, dientes que aguardan para hundirse en mi carne. El pánico satura mis poros. La desesperación me invade, puedo sentir el sudor frío en la frente, la piel erizada. Un escalofrío me recorre la espina, y me agoto en especulaciones sobre inhumanas torturas y porvenires aún peores (seré despedazado vivo, cercenado como ganado para servir de alimento al “ser”, a eso que nunca llegaré a ver). Una cólera helada, de los que no son capaces de defenderse, me consume. Pienso en mil formas de venganza que nunca podré llevar a cabo. Me sumerjo en mi muda impotencia. Pero cuando la resignación está a punto de llegar, cuando casi he aceptado mi destino, sea cual fuere, el serpentear cesa. Bañado en sudor, lágrimas salen de mis ojos ciegos y es cuando escucho las palabras: <<Hoy no>>. Es una voz femenina, dulce, apacible. Me consuela. 
He perdido la cuenta de las veces que he oído las palabras y no quiero imaginar lo que sucederá cuando no las escuche.

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